Al tener una rosa

Hace unos días escribí este pequeño poema para la celebración de Navidad de la Facultad de Filosofía y Letras, que tuvo lugar ayer por la tarde.

En primera instancia no pretendía leer mi poema. Sin embargo, por insistencia, terminé leyéndolo con lágrimas en los ojos, pues habla de mi historia con Miryam.

Por esta razón, he querido escribir un poco sobre ella, ya que hasta ahora había pasado por encima, y recordar tiene una etimología demasiado bonita —de hecho, el nombre de este blog tiene que ver con ello— como para no mostrar aquí un asunto más de mi vida.

Miryam Aguilera es la chica de 19 años más valiente que he conocido nunca. Hace un año y unos pocos meses que empezamos juntas la aventura universitaria. No obstante, ella y yo pertenecíamos a mundos distintos, al menos hasta que el milagro se hizo hueco entre nosotras.

Comprendimos ambas el verdadero sentido de dar la vida por los demás. Quizá eso era lo que me fascinaba tanto de ella: siempre mostraba una sonrisa al mundo, regalaba palabras bonitas y la voz más dulce que he escuchado nunca y, sin embargo, ella admiraba todo lo que yo era capaz de hacer: quería hacer mil cosas, intentaba ayudar a todo el que pudiera e iba aprendiendo qué era lo más importante en la vida de una persona.

Y quizás esta historia continuó con muchísima pureza hasta que en abril nos contó que iba a ingresar en un convento de clausura. Ojalá pudiera decir que me alegré en ese momento, pero rompí a llorar y tuve una de mis mayores crisis. Me negaba a perder a mi ángel de la guarda.

Quizá fue aquí cuando comprendí que muchas de las cosas de antes no tenían gran sentido, pues no pude parar de llorar y de querer estar al máximo con la persona que me mostró mi camino de la forma más tierna. Quizá es por este motivo por el que llevo constantemente el colgante que me regaló con la Virgen de la orden de la Visitación, y por eso mismo lo agarro cuando tengo miedo.

De hecho, empecé este blog en Madrid, justo antes de despedirme de ella. Creo que tiene mucho que ver con esta historia. En el fondo, aunque suene impertinente y egoísta, escribir aquí me recuerda la confianza plena que Miryam ha depositado siempre en mí. Casi me hace tanta ilusión como ver a alguna de sus amigas y que me digan: “¡Ah, eres la famosa Izaro! Miryam me hablaba muchísimo de ti”. Esto es, al menos soy consciente de lo mucho que he calado en ella y rezo todos los días para que sepa que soy incapaz de olvidarla.

Así, pues, creo que le debía una pequeña muestra de ella aquí porque hoy solo soy puedo confirmar quién soy en algunos aspectos por ella. Al menos algo debía descubrir de mí. Al menos que sea algo que ella me ha regalado.

Ojalá, lector, una vez leas esto mires al cielo, pienses en mi amiga y lances un beso al cielo, pues como su padre decía: “los besos vuelan” y seguro que ese gesto de cariño le llega tanto como a mí su voz cuando no tengo fuerzas.

AL TENER UNA ROSA

A Miryam

Abrazando… amando.

Rozando al Niño con lágrimas

y besando las pupilas de unos sueños

—del mundo que se esconde 

cuando creemos,

                             vivimos

                                            o anhelamos

un miedo que suspira—.


Que no te olvido, ¡y me niego a hacerlo!,

pues has sido la dulce cuna

de una luna tan triste

que había dejado de contar las estrellas

por huir del fuego ciego de la fe.


Mas… ¡el Milagro no se resiste a amar!

Me contaste, como un ángel que anuncia,

que Dios vale tanto la vida

que hace que los besos vuelen

                              —dirección norte… sur—

hasta que nos encontremos

en una Eucaristía o dos.


Hoy por ti

—tierno regalo del cielo—,

quiero dar mis brazos y mis versos

a un Niño tan eterno

que, en un instante

                                incierto,

hiló entre certezas

dos corazones ya suyos.




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